Para la sección de narrativa y los seguidores habituales de nuestro blog Ancile, un nuevo relato del escritor habitual (y amigo perpetuamente instalado en el corazón de quien les habla, y) de estas páginas entregadas a su pluma mientras duren, Pastor Aguiar, en este caso con el sugerente relato titulado Tendido frente al bosque.
TENDIDO FRENTE AL BOSQUE
Estaba tendido boca abajo, mirando el bosque. Los primeros troncos al alcance de la mano, pero para llegar a ellos era necesario que arqueara el brazo a través del arroyuelo, que ahora se entretenía con una hormiga cabezona haciendo piruetas sobre una hoja de vicaria. Fueron apenas tres segundos. La hoja encalló en un recodo y el animal escaló la ribera opuesta, hacia la seguridad de las sombras.
El agua me protegía. Si alguna fiera se aventuraba hasta el descampado, tendría que atravesar la corriente, dándome suficiente tiempo para escapar.
Entre el cauce y los troncos abundaban los espartillos machos, algunos de ellos de tamaños colosales, erectos como el lomo de un erizo verde.
Yo esperaba el viento de la tarde para emocionarme con las copas agitadas, los tallos en arco, y quién sabe si hasta algún derribo haciendo retemblar la tierra y regando por los alrededores huevos de pájaros y pichones recién nacidos de gavilanes. Jamás había tocado un gavilán, a no ser con los ojos.
Las dos primeras hileras eran de robles, y más adentro, una mezcla de pinos cimarrones, algarrobos, eucaliptos equivocados de lugar y abetos inventados por mí.
Así estaba todo cuando un airecillo oliendo a humedades, me revolvió el pelo. Ladeé la cara y pude ver que desde el oeste, una enorme nube gris iba comiéndose la mitad del cielo. Pude escuchar un corretaje, una especie de mudanza de muebles allá arriba.
El bosque se balanceaba como desentumeciéndose. Pero las raíces eran profundas, lo sabía, y se iban a apoyar unas contra las otras. Imaginé una bandada de auras planeando sobre el techo movedizo, escapando de la tempestad.
El arroyo estaba casi seco, así que el aguacero le vendría de perillas, para hacerlo navegable. Pude ver los barcos de vapor acarreando toneles de manteca, locomotoras nuevas de paquete, elefantes para el circo Atenas.

Pero estaba tan cansado, tanto fango entre los dedos sembrándome como a los árboles, que no encontré fuerzas, y sentí deseos de dormir para que el bosque tuviera montañas detrás y aldeas de gente antigua haciendo guerras contra los vikingos.
Una gota explotó arrente a mis ojos, desmoronando la pendiente del cauce por aquel lado, y después otra, y otras. Era como el fuego graneado en la novela de aventuras de Cazán el Cazador.
Ya imaginaba una caballería estropeando los espartillos, con los jinetes de torsos desnudos revoleando machetes como aspas de molinos y balas de cañones detrás, arrancándolos de cuajo de las bestias. Podía escuchar las maldiciones, el golpe de las bolas de hierro, el crujir de las vértebras destrozadas y el relincho de algunos caballos partidos en dos.
El goterío arreció y el viento se hizo adulto. Pensé que mi madre estaba dormida, porque la noche anterior había planchado la ropa de la semana.
Una racha furibunda arrancó uno de los robles y lo aplastó sobre el arroyo, que ahora ensayaba la vez de un río de aguas rojas con tanta sangre de la matazón que ya no pude ver, porque todo se fue oscureciendo y el primer trueno retumbó por el lado del callejón hondo.

Los eucaliptos no pudieron resistir. Uno de ellos voló para perderse entre los plataneros distantes. En cualquier momento las fieras iban a salir hacia mí, despavoridas, y el río, desbordado ya, las detendría: algún rinoceronte, alguna pantera disfrazada de gato jíbaro.
Pero un trueno lo dejó todo oliendo a pólvora y los oídos me zumbaron. Una llamarada rojiazul retomó la claridad del día. La caseta de los aperos de labranza ardía por causa del rayo.
Apenas recordé que el caballo de abuelo estaba amarrado a uno de los holcones del portalito, cuando sentí el patear sobre la tierra, el temblor del terremoto que iba levantando la bestia desbocada. Y pasó salpicándome por un costado, sacando al río de su cauce y llevándose entre los cascos a todas las matas que quedaban en pie. No quedó nada que ver, ni siquiera montañas, ni me quedaba tiempo para hacer naufragar los barcos por un río que ya era un gran charco de lodo rojo.
El frío me hizo levantar y correr hasta mi casa, dándome cuenta, en ese instante, de que mi madre vivía muy lejos, que mi abuelo había muerto durante el siglo anterior y de que yo era un hombre viejo que vivía en un país extraño.
Pastor Aguiar